Regresaba a casa días atrás, alrededor de las diez y algo de la noche. El barrio en el que ahora vivo –o más en el que ahora he vuelto, ya que viví en él cuando tenía alrededor de diez años, hace ya un montón de tiempo-, es uno de bloques de cuatro alturas. Aquí, no hay tanto aire acondicionado como en otros barrios. Basta con mirar alrededor y contar los aparatos colocados en el exterior, sobre palometas, para darse cuenta de eso.

            Este año, como el verano parece habernos caído encima casi desde mayo, las ventanas están abiertas, para que corra un poco el aire, precisamente por esa falta de aire acondicionado. Así es como se hacía en todo Madrid hace no tanto. El caso es que, como he dicho, volvía a casa ya de noche, pasadas las diez, y, de repente, al entrar en el barrio, me vi envuelto en un sonido que me mandó de cabeza a años atrás; un sonido ya olvidado.

            Como las ventanas estaban abiertas, a esa hora, desde un montón de casas, me llegaba el entrechocar de vajillas y cubiertos. La gente estaba poniendo la mesa, o ya cenando, o incluso algunos recogiendo. Y de todos esos comedores surgía ese sonido tan particular, que era tan cotidiano en otro tiempo, y que ya ha ido desapareciendo, porque cada vez las ventanas están menos abiertas. Me paré a escuchar, y también a mirar. Se veía a algunas personas apoyadas en los alfeizares, intentando captar, como velas, algún soplo de aire, y ese parpadeo azulado que es el reflejo del de los televisores. Se escuchaba el sonido de esas mismas teles, y también el de conversaciones. Pero, sobre todo, ese que he dicho, el resonar de platos y vasos entre ellos y con las cucharas y tenedores.

            La banda sonora de los antiguos bloques de vecinos con las ventanas abiertas.