Muchos pueblos españoles tienen callejones de nombres extraños, cuando no inquietantes. Callejón de las ánimas, Callejón del infierno, Callejón del diablo… Callejón de las brujas es uno bastante extendido. Hay muchos de ellos por toda la geografía española. O los había. En las últimas décadas, la tendencia ha sido la de eliminar del callejero todos aquellos términos que puedan incómodos, estrambóticos o antiestéticos y sustituirlos por el nombre de alguna personalidad local.

En el pueblo de mi familia materna, también hubo en tiempos un callejón de las brujas. Yo lo llegué a conocer. Desapareció hace décadas y no por un cambio de nombre, sino porque todo eso lo demolieron en su día para construir adosados. Pero, cuando yo era un adolescente, aún existía y no era más una calleja estrecha entre tapias de adobe desmigado, sobre las que asomaban las higueras. Debido a su mala fama, o quizá contribuyendo a ella, ninguna puerta o ventana se abría al callejón. En todo su trazado no había más que muros de huertas y corrales a ambos lados.

Yo era muy joven. Nunca me preocupé de indagar sobre el origen de su nombre y, ahora, los que podrían habérmelo contado están ya muertos. Al menos mis familiares cercanos. Mi curiosidad no llega al punto de moverme a viajar para indagar a un pueblo que no piso desde hace más de treinta años y en el que ya no conozco a nadie.

Pero sí puedo dar fe de que, por aquel entonces, cuando aún le faltaban décadas para ser demolido, el callejón seguía siendo un pasaje temido. Muy pocos se animaban a atravesarlo de noche, aunque era un excelente atajo para llegar desde las afueras del pueblo a las cercanías de la plaza.

Uno de los osados era mi tío Benito. Ese sí que era todo un personaje, muy de los pueblos de entonces y de aquellos tiempos. En la época de la que hablo, tenía ya sus años, aunque no tantos como para que se le pudiera considerar anciano. Le recuerdo alto, huesudo, fuerte, con el pelo gris y ese rostro curtido, con arrugas muy hondas, propio de los que se han pasado la vida al sol. Porque el tío Benito era campesino y en toda su vida no hizo otra cosa que labrar la tierra.

Fue lo que se llamaba un «autodidacta». Una de esas personas sin estudios, que se instruían por su cuenta. En el caso del tío Benito, su saber le venía del amor por la lectura. Leía cuanto caía en sus manos y tenía en casa una biblioteca con libros de más diversos. Recuerdo que, entre sus tesoros, estaban los seis tomos de una enciclopedia de ciencias naturales, comprados fascículo a fascículo, y repletos de ilustraciones de plantas y animales actuales y extintos.

Esa condición de autodidacta, unida a una buena memoria, hizo de él un erudito asimétrico. Sabía mucho de unas materias y era un absoluto ignorante en otras. En su biblioteca había también literatura, claro, e igual de dispar: Homero, Galdós, Julio Verne, Somerset Maugham…a lo que había que sumar que era consumidor voraz de novelas de a duro. Pero de esas, aunque debió llegar a leer miles, había pocas en su casa porque, una vez leídas, las cambiaba por otras en el estanco.

Al ser capaz de hablar por igual sobre el rinoceronte de Java que sobre los avatares de la Guerra del Vietnam, se había convertido en un oráculo al que sus paisanos consultaban con cierta frecuencia. Lo hacían porque, cuando no estaba trabajando sus campos o recluido en casa, leyendo, era fácil encontrarle echando el tiempo en una de las bodegas del pueblo. Era viudos y sus hijos eran ya mayores y habían emigrado todos a Madrid. Así que el hombre mataba algunos ratos en la bodega, entre chatos de vino, charlas con los compadres y partidas de dominó, tute y billar.

Y yo a menudo le acompañaba.

Aquel verano, con 15 años, me pasé más de un mes en el pueblo. Había suspendido unas cuantas asignaturas y mis padres me mandaron con el tío, mientras el resto de la familia se iba a la playa. No fue tanto un castigo como una forma de obligarme a estudiar con más ahínco.

Mi familia veraneaba en un pueblo costero de Alicante. Y allí tenía yo pandilla veraniega. Chicos con los que era uña y carne durante el veraneo, aunque luego no los veía ni sabía nada de ello al acabar la estación. Mis padres temían con razón que, si me iba a la playa, poco iba a tocar yo los libros. Así que me enviaron al pueblo, donde las posibilidades de distracción eran más escasas.

No tenía yo nada en común con los chicos del pueblo, que además eran pocos. Se había producido un vacío generacional, porque muchos de la generación de mis padres habían emigrado, y los hijos de estos habían nacido ya fuera. Esa migración había afectado además mucho a mi familia. Los míos se dedicaban más al ganado que al campo, antes de la guerra, y no les fue nada bien en la postguerra, así que se marcharon todos.

El último de la familia en el pueblo era el tío Benito, porque era el único que tenía tierras. Cosa que no bastó para sujetar al terruño a sus tres hijos, que cedieron todos al señuelo de la emigración. Así que no tenía allí primos con los que juntarme. Mis padres sabían lo que hacían.

Gastaba mi tiempo en paseos, en leer libros de la biblioteca del tío y, desde luego, en estudiar. A la fuerza ahorcan. Y, a primera hora de la noche de la noche, acompañaba al tío en la bodega. O eso o quedarme en casa y ver la tele del salón, que entonces era en blanco y negro, con solo dos canales.

En la bodega mataba las horas escuchando la cháchara de los parroquianos y viéndoles jugar al billar. Leyendo tebeos que también cambiaba en el estanco. Y tomando unos chatos de vino.

Sí. Han leído bien. Entonces era corriente que los chicos bebieran. Se les servía con normalidad en los bares, aunque ahora nos resulte aberrante. Y fumábamos. Eso me había costado más lucha, pero al final mis padres lo habían aceptado. También el tabaco había despertado en el tío Benito recelos. Hasta telefoneó a mis padres para asegurarse de que tenía permiso para fumar.

El caso es que, aquella noche, la partida se alargó algo más que de ordinario. Y, cuando cesó el golpeteo de las fichas contra la mesa, aún se quedaron un buen rato sentados, charlando, y el bodeguero se unió a ellos. Se les notaba a gusto y se marcharon a regañadientes. No era muy tarde, pero en el campo siempre hay mucho que hacer y la gente ahí madruga.

El tío Benito fue de los últimos de la cuadrilla en marcharse. Cuando salimos a la plaza, de hecho, no había ya un alma. Solo calor nocturno, resplandor de bombillas y mosquitos y murciélagos revoloteando al resplandor. Ahí se despidieron los rezagados. Cada cual se fue para su casa. En el pueblo no debía quedar despierto ya más que alguno enganchado a las últimas horas de la televisión, que acababa programa como a la medianoche.

Fue entonces cuando me espetó de repente.

—Es tarde. Mejor atajamos por el callejón de las brujas.

Supongo que, tras la euforia de los chatos de vino y la charla entre amigos, se había dado cuenta de la hora que era. Y se le ocurrió ganar de esa forma unos minutos. Pero su afirmación me pilló tan de sorpresa que me produjo un sobresalto. Sobre todo porque yo era un chaval y llevaba también mis vinos. En esas condiciones, cuesta disimular.

Me observó casi burlón.

—¿Qué pasa, sobrino? ¿Qué te asusta tirar por el callejón?

Reparo me daba, desde luego. Pero no es buena cosa decirle a un adolescente que tiene miedo. Lo cierto era que, alguna vez, me había acercado de noche a la boca del callejón y había jugado con la idea de echarle valor y recorrerlo. Pero siempre me había echado atrás. Si hubiera mediado alguna apuesta, tal vez. Pero, por el simple hecho de probarme mi valor a mí mismo, nunca me había atrevido. Y ahora me retaban.

—Qué va… ¿Por qué?

Se echó a reír y, con una seña, me indicó que fuéramos adelante. Ya sabía yo que el tío Benito había atravesado a veces el callejón, de noche. De noche. A la luz del día se podía pasar sin problema, aunque casi nadie lo hacía. Yo lo hice en una ocasión, para probarme. Y fui intranquilo.

Llegamos en seguida a la boca del callejón. No solo era estrecho sino también tortuoso, de forma que uno no veía más que unos pasos delante o detrás. Algo que no ayudaba al sosiego. Estaba en penumbras. Por lo visto, nunca tuvo alumbrado. ¿Para qué, si nadie pasaba por ahí? Pero, un día, un alcalde socarrón, harto de oír a algunos bravos de taberna afirmar que ellos no lo cruzaban, no por miedo, sino porque estaba negro como boca de lobo, puso algunas farolas. No gran cosa: bombillas desnudas, protegidas por caperuzas cónicas de metal. Lo bastante como para mantener en penumbra mortecina el pasaje y, al menos, no tropezar.

Y bajo la farola de la esquina nos plantamos. El tío se volvió hacia mí.

—No tendrás miedo, ¿no?

—¿Y usted?

Lo mejor para evitar una pregunta es otra pregunta. Pensé que me iba a soltar algún refrán de pueblo, pero la contestación fue bien distinta.

—¿Yo miedo? ¿Por qué? Justo yo no tengo nada que temer en este callejón.

Algo debió ver en mi rostro, al resplandor amarillo de la farola, o puede que cayera de repente en la cuenta, porque añadió:

—¿Tú sabes por qué llaman a esto el callejón de las brujas?

La verdad es que no lo sabía. De hecho, nunca pensé que existiera alguna razón concreta. El mundo está lleno de personas, objetos y lugares con una determinada fama, mala o buena, sin que nadie conozca el motivo. Y había supuesto que este era uno de tales.

—Lo llaman así porque, si pasas de noche, te arriesgas a que te salga al paso algún muerto, a pedirte cuentas de lo que dejaste pendiente con ellos en vida.

Ahora, con años a las espaldas, creo que era una buena razón para temer al callejón. Pero, en aquel momento, me quedé más bien perplejo.

—¿Y a usted no le da miedo eso?

—Pues no. Siempre respeté a mis mayores y a mi esposa, que en paz descansen. Nunca engañé ni dañé por maldad a nadie. Así que no tengo nada que temer. En cuanto a ti… digo yo que eres demasiado joven para tener cuentas con ningún difunto.

Cambió de humor.

—Pero vamos, hombre. Que, con tanto hablar, en vez de atajar tardaremos más.

Me ahorré el replicarle que había sido él quien se había parado en la esquina a parlotear. Se había acostumbrado a explayarse, con eso de tener fama de leído y que la gente le consultase. Y, además, esa noche iba algo tocado por los vinos de más.

Entró y yo le seguí. Y así fue cómo crucé a medianoche el infame callejón. Iba inquieto, lo reconozco, con el vello de los brazos erizado. Y eso que, como bien decía el tío, no tenía cuentas con ningún muerto. De ser ahora, supongo que habría unos cuantos esperándome. Pero es que era inquietante, con el calor y la penumbra, con un silencio que no rompían ni las moscas.

El callejón era tan estrecho que impedía ir lado con lado con comodidad, por lo que el tío iba un poco delante, con las manos en los bolsillos y la boina calada. ¿Cómo no iba a ir a gusto yo, si aquello era tortuoso y casi a oscuras? Tan metido iba en esas sensaciones de incomodidad que, cuando el tío se paró en seco, a punto estuve de chocar con él. Quise preguntar pero, al mirar más allá de él, ya no me hizo falta.

Había un hombre caído contra una tapia. Despatarrado, la cabeza sobre el pecho, los brazos a los lados.

—¿Está muerto? —Pregunté por lo bajo.

—¿Muerto? ¿Cuándo se habrá visto un muerto que ronque?

Se llegó al yacente con dos zancadas, para sacudirle con vigor el hombro.

—¡Graciano! ¡Eh, hombre, Graciano!

Tuvo que menearlo no poco, hasta que el otro abrió los ojos y alzó de manera trabajosa la cabeza. Balbuceó algo. Aquel hombre estaba como una cuba. Había estado esa noche en la bodega y ya le había visto yo borracho más de una vez. Bebía mucho y, cuando se marchó, lo había hecho haciendo eses.

—Ayúdame, sobrino.

Entre los dos, le aupamos por los sobacos. Era tan difícil de manejar como un fardo. Volvió a farfullar algo ininteligible. Pero el tío no quiso entrar en diálogos.

—Anda a casa, Graciano. Venga, hombre, que es tarde.

Le dio un empujón suave. Y el otro echó a andar, más comatoso que obediente, en sentido contrario al nuestro, dando traspiés y mascullando. El tío meneó la cabeza.

—Venga, sigamos.

Tardamos poco en salir del callejón, la verdad, porque no era tan largo. Pero a mí se me hizo eterno. En la esquina, el tío se encendió un cigarrillo.

—Aprende de ese, que es todo lo que no debe ser un hombre.

—¿Qué le pasó? ¿Iba tan borracho que se metió en el callejón por error?

—¡Qué va! Ese sabía lo que hacía. Cuando se emborracha, a veces viene al callejón.

—¿Tampoco tiene que temer a los muertos?

—Todo lo contrario. Siempre fue un bicho. Antes me metería yo en tratos con una culebra que con el Graciano.

—¿Entonces…?

—Ese viene a ver si se le aparece su mujer, la Simona, que en paz descanse. Esa era una bruja, tan mala o peor que él. Andaban todo el día discutiendo, peleándose. Se hacían la vida imposible, el uno al otro.

—No entiendo.

—La Simona cogió un cáncer. Sabiendo que se iba a morir, escondió todo el dinero que tenían y se llevó el secreto de dónde pueda estar a la tumba. Dejó al Graciano en la ruina. Y él ha estado buscando ese dinero desde que murió su mujer, sin éxito. Y por eso, a veces, cuando se emborracha, viene al callejón.

—¿A ver si se le aparece su mujer y le dice dónde está el dinero?

—No. A buscar pelea con ella. En este caso, es un vivo el que tiene cuentas pendientes con un muerto.

—¿Y se le aparece?

—No. Ni se lo hará.

Lanzó una bocanada de humo, con los párpados entornados y una sonrisa pensativa.

—La Simona era más mala que un dolor. Como sabe que el Graciano la busca para disputar, justo por eso, para fastidiarle, no se le aparecerá nunca.

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