Uno de los problemas que me está dando mi nueva novela, que la hace ardua de trabajar, es que no soy capaz de empatizar con los practicantes del amor cortes —el buen amor, en realidad, porque lo del amor cortés, por muy exitoso que sea el término, es una definición moderna—. Intelectualmente, puedo entenderlo, claro. Pero esa fórmula de asumir que se renuncia a cualquier contacto real con la amada; de encauzar el amor a través de galanteos, cortejos, versos, cantos y halagos, me resulta de lo más ajena.

Puedo comprender las razones antropológicas, sociales, psicológicas que pudieran estar detrás de esa práctica medieval de las clases altas europeas. Y no, no soy nada de eso, pero lo mismo que uno puede hablar de números sin ser matemático puede coquetear con la psicología o la antropología sin ser experto en esas disciplinas. El amor cortés pudo ser una suerte de sublimación para sobrellevar amores imposibles. Una forma de socializar, de encauzar relaciones o impulsos emocionales entre personas que, por su diferente nivel, no podían llegar a emparejarse. Pero todo eso para mí es puramente intelectual.

Lo entiendo pero no empatizo con ello. Ni con los que lo practicaban ni con las que lo recibían. Aunque, si uno lo piensa, quizá resabios de esa práctica pervivieron hasta tiempos muy recientes, con esas cortes de admiradores alrededor de ciertas damas de buena sociedad.

Pero el caso es que, como escritor, tengo que tratar de ponerme, hasta cierto punto, en la piel de los practicantes de ese amor que no era amor. Uno en el que se renunciaba de forma voluntaria a la piel, al olor, al sabor. No necesito simpatizar con ellos —no lo hago— pero sí procurar imaginar sus motivos, sus impulsos, sus reacciones. Lo intento, lo intento. Ahora, ya os digo: el amor cortés no habría sido lo mío.