El domingo pasado rematé mi última novela. Digo rematar y no acabar porque, como bien dicen por ahí, las novelas no se acaban, sino que se abandonan. Ha sido un trabajo de casi año y medio, con paréntesis y e interludios.

El caso es que acabé de echar el último ojo a los textos y lo envié sin esperar a la mañana siguiente, llevado de ese temor absurdo, que de repente surge, a que, si esperaba, a lo mejor durante la noche ocurría algo con el ordenador. Luego de haber visto salir el mensaje, me quedé un momento en la silla, ante el ordenador, casi desorientado, como suele ocurrir. Se ponía fin a mucho trabajo y mucho tiempo, en el que al final se involucraron más cosas de lo que aquel que lea el libro llegará nunca a saber.

La casa estaba casi en penumbras, porque había sido un día veraniego, de temperatura alta y mucha luz, y yo había bajado persianas y corrido cortinas. Me levanté y fui abriendo y descorriendo, para que entrase la luz y corriese aire por la casa. Eran cerca de las nueve de la tarde y había abierto las ventanas justo en ese instante en que la última tarde da paso al comienzo de la caída del sol. Había silencio porque, quizá por ser domingo, no pasaban casi coches por la calle, ahí al otro lado del descampado al que mira mi casa. La luz era dorada, tan dorada como sólo puede ser en ese preciso momento y, cosa curiosa, luego el silencio se rompió, porque una de esas bandadas numerosas de pájaros que tanto abundan en mi barrio comenzaron a revolotear justo enfrente, con ese piar que, de alguna forma, sigue siendo parte del silencio.