La otra mañana tenía que solventar unos asuntos legales y, para no demorarme más de lo necesario, en vez de tomar el Metro, subí hasta la parada de taxis que hay a un par de cientos de metros de casa. Ahora no hay problema en encontrar ahí taxi a todas horas. La crisis hace que muchos prefieran aguardar ahí clientes, y no andar dando vueltas en vano y quemando gasolina para nada. Le indiqué a la taxista que me llevase a Serrano esquina Ortega y Gasset y, para mi asombro, me soltó:-Esto… ¿podría ir indicándome el camino?Me dejó de piedra. Es como si un egipcio del Cairo no supiese dónde están las pirámides. Debió ver mi cara estupefacta por el retrovisor, porque empezó a balbucir que acababa de empezar en el taxi y aún no conocía bien, y bla, bla. Mentiras. Cualquier conductor avezado y, desde luego un taxista –que pasa un examen de calles para sacar la licencia-, conoce la calle Serrano. Una ojeada discreta me mostró que la licencia no estaba colgada.Debiera haberme bajado del taxi, si no por legalismo, al menos por seguridad. Porque seguro que aquella buena mujer, aparte de no ser taxista, no había conducido mucho por Madrid. Pero no lo hice. No, porque son tiempos achuchados. Seguro que era la esposa del taxista. Seguro que éste se había pasado la noche buscando clientes y, con la bajada del negocio, ahora ella se había animado a ponerse al volante, haciendo un poco de tripas corazón.Así que no le dije nada, excepto cómo enfilar la plaza de Cataluña para, desde allí, bajar buscando Serrano. No conducía tan mal como yo temía, ni mal ni bien. Llegamos, pagué y me marché sin comentarios. No se trata de hacer buenas acciones pero, en fin, está la cosa difícil y muchos van tirando como pueden. Y, mientras no me cueste grandes sacrificios, no seré yo el que les ponga palos en las ruedas.