Siempre he sido de los que se irritaban sobre manera con los niños llorones. Pocas cosas hay que me crispen tanto como tener en lugar público –sea vehículo, bar o restaurante- uno o varios críos haciendo de sirena de fábrica. Aún recuerdo con horror cómo en los asientos contiguos, pasillo por medio, en el último viaje que hice a Argentina, iba una pareja joven con dos niños muy pequeños, a cada cual más llorón. Ya pueden imaginar lo que dormimos los pasajeros en un radio de media docena de asientos… y son doce horas de vuelo.

Pero el caso es que el otro día en el autobús me sorprendió mucho escuchar llorar a un bebé. Me sorprendió porque al principio no sabía muy bien que era. Y eso me hizo caer en la cuenta de cuánto hacía que no escuchaba llorar a un niño. Hay muchos menos en Madrid de los que había en tiempos. Este era hijo de inmigrante sudamericana y su madre le llevaba a la antigua usanza; es decir: en brazos. Quizá eso también influye en el menos llorar de ahora. Aparte de menos niños, a casi todos los llevan en carrito, lo cual ayuda a la comodidad… a la suya al menos, porque hay madres que se empeñan en entra con esos armatostes en vagones de metro atestados en hora punta, empujando y arrollando a diestro y siniestro.

En fin, que a uno le abandonan las cosas sin que se de muchas veces cuenta. Hasta que cae. El lloro de los niños ha ido abandonando los lugares públicos madrileños poco a poco, sin ser apercibido ni tampoco echado de menos, siguiendo un descenso parejo a la curva de natalidad. Luego, cuando te vuelves a encontrar con uno, si no lo añoras –sigue siendo enervante- sí que te acomete esa sensación de fugacidad, porque el tiempo pasa.