Si no lo digo, reviento.
Ahora que vemos la enormidad de la corrupción del gobierno de turno —del PSOE— en este caso, y todo apesta a que esto no es más que la punta de un iceberg, muchos se llevan las manos a la cabeza. Y escuchamos el clamor de siempre: ¿¡Pero cómo hemos llegado a esto!?
¿Llegado? ¿En serio? La respuesta a esa pregunta tan naif es que no hemos llegado a esto, sino que llevamos en esto desde hace mucho, mucho tiempo. Solo que quizá antes no había tecnología que hiciera tan fácil que los tramposos, como tramposos que son, se grabasen unos a otros para guardarse las espaldas o, al menos, arrastrar en su posible caída a los cómplices, sabedores de que estos se apartarían como vírgenes ofendidas de ellos, si eran descubiertos.
El problema no es que haya corruptos. No es una cuestión de personas sino de que el sistema no es que no persiga la corrupción, o siquiera que lo consienta. Es que es el propio sistema el que administra la corrupción. Y ahí lo tenemos, delante de los ojos.
Y el que no quiera verlo, que no lo vea. Pero da escalorisa (entre escalofríos y risa) ver hasta qué punto se parecen las artimañas del actual presidente para eludir responsabilidades y minimizar daños a las del presidente previo (Rajoy): desde la petición pública de perdón con la boca pequeña a anunciar una auditoría interna que le pueda blanquear en sus responsabilidades.
Responsabilidades que van más allá de lo personal, porque alcanzan a sus organizaciones, repletas de casos de corrupción política de todo tipo. Y alcanzan también, que es lo que como sociedad no queremos ver, al sistema. Sistema que nació imperfecto de un consenso de una sociedad que no quería llegar a un nuevo y sangriento conflicto civil. Y esa bendición del consenso tuvo dentro la maldición de la componenda. Por esos huecos, y también debido al paso de los años, el sistema se fue haciendo más y más corrupto, con unos partidos ocupados de manera activa en colonizar las instituciones y desactivar uno tras otro los mecanismos de control.
Y una herramienta de lo más eficaz para desactivar cualquier control es haber hecho calar, entre la ciudadanía, diversas creencias basura: que esto no tiene remedio, que no se puede cambiar, que la corrupción es el precio a pagar por tener democracia y demás banalidades surtidas. Otro instrumento de desactivación, este involuntario, ha sido la mala calidad y, a veces, peor catadura de diversos partidos emergentes que han surgido y caído (muchos languideciendo y agostándose, y alguno estallando como un cohete de feria, tras precipitarse a lo alto), enarbolando banderas de regeneración y/o cambio.
Pero una de las armas definitivas del sistema y, por ende, de la corrupción que anida en sus entrañas, es el haber infectado a grandes capas de población con la fábula de que esto es lo que hay, de que no puede existir otra cosa y que, en caso de sí existir, sería algo todavía peor (una ficción bien alimentada de manera involuntaria por partidos situados en los extremos del sistema). Una variante de todos estos son aquellos que se conforman con el mantra de que los otros son peores. Ahora, sin ir más lejos, no pocos acérrimos del PP obvian que su partido hizo, hace no muchos años, lo mismo que ahora el PSOE. Toda esta gente mantiene una alternancia basada en la falacia de que el recambio alivia el problema. Y no, tan solo supone el relevo de los administradores de la corrupción.
¿Podríamos imaginar mejor escenario para la corrupción sistémica y los administradores de la corrupción que una sociedad de ciudadanos sumidos unos en el desánimo y otros en el desencanto resignado? Pues sí. Existe un escenario todavía mejor para los administradores de la corrupción. Y ese es aquel también poblado por un verdadero ejército de cenizos que abruman a los que aún anhelan o incluso confían en que es posible mejorar con sus letanías acerca de que es imposible cambiar nada. Sumemos a eso los palabreros que se conforman con ilustrarnos sobre los males que nos aquejan, aleccionándonos sobre lo que, a su sabio entender, son las soluciones y que, como mucho, cada cierto tiempo lanzan un manifiesto que no pasa de la proclama.
Y luego, en este ecosistema, también estamos los que mucho despotrican/despotricamos, pero poco o nada hacen/hacemos. Quizá no sabemos muy bien qué hacer, pero sí sabemos que algo hay que hacer. Algo hay que hacer. En eso estamos de acuerdo. Pero el gran problema es cómo hacerlo. He ahí el nudo gordiano. Porque la corrupción sistémica española tiene una verdadera mala salud de hierro, y no damos con la forma de poner el cascabel al gato. Que es el gran problema: no quién le pone el cascabel, sino cómo, cómo diablos ponérselo al gato de la corrupción en España.