Pero qué grande es el amorTomaba anoche una copa conmigo mismo. No soy de los que salen a deambular a solas por las barras de los bares, pero ahí tengo el pub de toda la vida, donde me conocen y saben cómo me gustan las copas, donde me puedo sentar en la penumbra y perderme en mis pensamientos sin sentirme un colgado de bar. Y anoche andaba dándole vueltas en la cabeza a mis asuntos cuando de repente tuve que salir de lo mío para fijarme en la pareja que estaba sentada en la mesa justo frente a la mía. Rondarían los dos los cuarenta y no eran ni guapos ni feos sino dos personas normales que hablaban cara a cara, separados por una mesa de ni tres palmos de ancho y con cervezas de por medio.

Estarían a un par de metros de mí, pero no sé de qué hablaban y, desde luego, no es relevante para esta historia. De hecho, creo que tampoco lo era para ellos porque era obvio que estaban en pleno cortejo. Al menos era obvio para cualquier observador que haya rodado un poquito por la vida. Yo podía verles muy bien y sin necesidad de tener que espiarles de reojo, porque da la casualidad de que se jugaba un partido entre el Español y el Bilbao, y ellos estaban justo en línea con la pantalla del fondo. Así que yo podía mirar directamente, en teoría a la pantalla, y observarlos sin llamar la atención.

Como ocurre muchas veces en casos semejantes, era él quien llevaba el peso de la conversación y, además, remarcaba lo que decía —lo que fuese— con gestos cargados de énfasis. Y ella estaba ahí, al otro lado de la mesa, oyéndole supongo que sin oírle. En el fondo pendiente de él, mirándole fijamente y sin desviar los ojos. Esa se supone que es una señal que todos entienden. Se supone.

La verdad es que su actitud era la de dos adolescentes. Insisto en que frisarían los dos los cuarenta. Pero claro, en estas situaciones ya se sabe… De forma lenta, ambos iban acercando las cabezas por encima de esa mesa, afortunadamente pequeña. Pero siempre, al llegar a poco más de un palmo de distancia, él retrocedía con brusquedad y, para enmascararlo, hablaba con redoblado ímpetu. Le podían esos miedos de los que nadie está a salvo. Y luego la aproximación volvía a comenzar para, inevitablemente, frustrarse por parte de él en el último momento.

Pero si las señales eran claras. Aunque, claro, uno lo ve siempre todo muy claro cuando está en la barrera. Cuando se encuentra en la arena, metido en harina, las cosas a menudo no parecen tan obvias. Lo admito, lo entiendo. Pero eso no quita para que el tío ese me estuviese ya poniendo negro con tanta indecisión. Viéndole ahí, abortando el salto una y otra vez, como piloto de avión que remonta porque hay demasiado viento en pista, me dio por pensar: «Como este salga de aquí sin atacar, cuando pase por mi lado le meto un botellazo por necio y flojo».

No fue necesario, porque el hombre por fin se decidió. O más bien se lanzó. Cuando los hombres se ven en una tesitura en la que no tienen claro si la puerta está abierta o cerrada, hay tres formas de ir hacia delante. La primera es la «técnica del psicópata» que es la del que en realidad el asunto se lo trae al pairo —o consigue abstraerse muy bien— y, puesto que se juega poco emocionalmente, actúa con la frialdad del que no va a salir malparado en caso de equivocarse. La segunda técnica es la del «valiente», la del que, harto de dudas, se lía la manta a la cabeza y se tira a la piscina, y ojalá que el agua no esté helada. Y la tercera es la del «enamorado», ese al que en un momento dado el corazón toma el control, deja de importarle todo y para adelante.

En el caso de este, no sé si fue la segunda o la tercera situación, pero desde luego seguro que no la primera. Por seguir haciendo taxonomía, vamos a recordar que ahora llamamos «hacer una cobra» a ese movimiento de curvarse hacia atrás para hurtarse a un beso no deseado. Bueno, pues a lo de este hombre podríamos llamarlo «hacer una víbora» porque lanzó un ataque semejante a la de ese ser mortífero para besar a la chica. Aunque lo cierto es que no necesitaba un ataque tan fulgurante porque, aunque lo hubiese hecho a paso de caracol, ella no he habría huido, no.

En un pestañeo habían abandonado los dos sus taburetes para encontrarse en el lateral de la mesa y besarse de pie. ¡Madre mía, que beso! Quede claro que no fue un beso demasiado bueno, en absoluto. Yo los estaba observando y —modestia que no tengo aparte— sé algo de besos. Pocos nacen sabiendo besar, a eso también se aprende y muchos no aprenden jamás, entre otras cosas porque ni siquiera saben que hay que aprender a besar.

Fue un beso chapucero, apresurado. Me recordó aquellos que me daba de adolescente con contrapartes igual de inexpertas y fogosas, en los que la mitad de las veces, llevados del ímpetu, entrechocábamos los dientes con tanta fuerza que no sé cómo no nos mellamos alguno.

No fue un buen beso, pero fue un gran beso. Grande de verdad. Y lo digo yo, que he visto muchos besos. Vale, es cierto que todos hemos visto muchos besos, pero pocos se fijan en ellos. Y yo sí lo hago porque me fascina la gente que se besa en público y lo que trasmiten sus actitudes. Me fascina tanto que hará ya 20 años que escribí un cuento sobre un beso que vi darse a dos chavales que se reencontraban en la estación de ferrocarril de Gijón, cuando el bajó del tren y se encontró con que ella le estaba aguardando en el andén…

Volviendo a este beso en concreto, juro que fue mágico. Un beso no es solo dos bocas que se juntan: en un juego en el que entran en acción dos cuerpos y en los que las posturas, los actos, nos muestran los sentimientos. Y él, que tanto había dudado, la estrechaba ahora como si tuviera miedo de que, de un momento a otro, se le volviese humo entre los dedos. Y ella le abrazaba de una forma peculiar. Le corría con las manos por la espalda y a veces cerraba el puño sobre la tela del jersey, como si estuviera por fin tocando algo que había deseado palpar desde hace tiempo.

En fin y para no alargarnos: que eso fue un beso de enamorados, si es que alguna vez he visto uno. Luego se fueron y yo seguí tomando mi copa, sin ya nadie entre el fútbol en pantalla y mi mesa. Y me dio por cavilar sobre algo que ya se me ha pasado por la cabeza otras veces. Algo que ya pensé hace veinte años, cuando vi aquel beso en la estación de Gijón.

Anoche tuve la suerte de ver a dos personas felices. Felices como nos está permitido a los humanos, que es durante un momento fugaz. Creo que podemos alcanzar la felicidad de la misma forma que podemos volar. Solo podemos volar saltando y, justo en ese instante que estamos en lo alto de la curva, ahí estamos volando. Después caemos de forma inevitable. Opino que no la felicidad ocurre lo mismo. Y que lo terrible es que, cuando alcanzamos por fin esa felicidad, por ese momento, no somos capaces de darnos cuenta de que la tenemos por fin ahí y a menudo olvidamos. Los humanos somos así.

***

Leyendo esto alguno pensará que soy un voyeur. Se equivoca. No tengo nada contra el voyeurismo, que es una perversión de lo más respetable. Al revés que un mirón, que es un espía despreciable, un voyeur es alguien que saca placer de la observación. Yo no. En mi caso, ocurre que soy un filocalista; es decir, que me gusta la belleza, me fascina. Y lo que tiene la belleza es que la encontramos a menudo en, donde y cuando menos lo esperamos.


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