El tema de la propiedad intelectual es, sin remedio alguno, terreno abonado para los conflictos entre los derechos individuales de artistas y creadores y lo que llamamos interés o bien común. Para equilibrar entre estos intereses, se han ido desarrollando limitaciones y excepciones a los derechos de autor, que permiten, en determinadas circunstancias y condiciones, el uso de obras protegidas sin necesidad de autorización previa ni remuneración obligatoria al titular de los derechos.
Una de estas excepciones es la que permite a determinadas entidades producir y distribuir obras en formatos accesibles para personas con discapacidades, visuales o de otro tipo. En España, a esta excepción se acoge sobre todo la ONCE (Organización Nacional de Ciegos Españoles), que suministra materiales accesibles a sus afiliados. La base legal se encuentra tanto en la Ley de Propiedad Intelectual española como en el Tratado de Marrakech de 2013, ratificado por la Unión Europea, cuyo objetivo es eliminar las barreras al acceso a la cultura, el conocimiento y la información para millones de personas ciegas en todo el mundo.
El marco teórico es impecable: se trata de garantizar que una limitación física no conduzca, además, a la exclusión cultural. Sin embargo, cabe preguntarse si la aplicación práctica de esta excepción, sobre todo cuando los beneficiarios no son directamente personas físicas con discapacidad, sino grandes organizaciones intermediarias, mantiene la equidad distributiva que se pretende.

Una excepción sin remuneración obligatoria

La legislación española establece que las entidades autorizadas pueden reproducir y distribuir obras protegidas en formatos accesibles sin necesidad de autorización previa del titular de los derechos y sin obligación de remuneración. Esto contrasta con otros límites, como la copia privada o el préstamo bibliotecario, donde la ley sí contempla una compensación económica para los titulares.
En principio, todo esto es más que razonable: si solicitar permisos, negociar y pagar derechos representa una traba para el acceso a la cultura de las personas con discapacidad visual, conviene evitar tales trabas. No obstante, cuando la entidad beneficiaria es una organización como la ONCE, con ingresos superiores a los 2.000 millones de euros anuales, principalmente gracias a su concesión de venta de loterías, cabe preguntarse si es justo eliminar tales trabas sin establecer ningún mecanismo de compensación.

Y una paradoja distributiva

Paradoja que resulta evidente: una organización multimillonaria se acoge a una excepción pensada para garantizar derechos fundamentales y, gracias a ella, se exime de contribuir económicamente al ecosistema del que extrae las obras. Este ecosistema incluye no solo a los autores, sino también a editores, correctores, maquetadores, entre otros. Desde el punto de vista legal, la ONCE actúa dentro del marco normativo. Sin embargo, desde una perspectiva de justicia distributiva, la situación parece desequilibrada.
La excepción busca beneficiar a las personas con discapacidad visual, pero termina generando un ahorro económico significativo para la ONCE, que financia generosamente diversas actividades lúdicas para sus afiliados. A diferencia de las bibliotecas públicas, cuya situación también merece análisis, la posición de la ONCE es claramente privilegiada. La ley no distingue entre entidades de diverso tamaño, orientación y recursos, lo que plantea la necesidad de una revisión.

Habría que preguntarse sobre si esto debe seguir así

No se trata de cuestionar el acceso a la cultura de las personas con discapacidad, sino de plantear si es razonable que una gran organización intermediaria como la ONCE no participe económicamente en la sostenibilidad del ecosistema cultural. La ONCE paga sin reparos a quienes participan en la organización e infraestructura de sus eventos deportivos para personas con discapacidad visual. ¿Por qué con los profesionales de la cultura ha de ser distinto?
Parece lógico establecer mecanismos compensatorios cuando los beneficiarios de una excepción son grandes organizaciones con amplios recursos. Estos mecanismos podrían negociarse y adaptarse, pero su implementación sería una cuestión de equidad y hasta de dignidad. Como autor, jamás he recibido siquiera una notificación de cortesía indicando que alguno de mis títulos se ha convertido a formatos accesibles para personas con discapacidad visual.

Y repensar la aplicación de las excepciones

El caso de la excepción relacionada con la discapacidad visual no es único. Los límites a los derechos de autor generan un equilibrio delicado entre los derechos de los autores, el interés público y la sostenibilidad económica de la cultura. Cada limitación implica una cesión de derechos patrimoniales a cambio de un interés social. Pero si ese interés social genera un beneficio económico para una organización acaudalada, debemos cuestionar si el reparto de cargas y beneficios es el adecuado.
A día de hoy, muchos autores dedican meses y años a obras por las que reciben una retribución mínima. ¿El mercado manda? De acuerdo. Pero que, además, una organización que maneja miles de millones no pague nada a los autores al amparo de una ley que busca derribar barreras me parece injusto.
Dicho de con más concisión: la limitación de los derechos de autor a favor de las personas con discapacidad visual es legítima y necesaria. Nadie la cuestiona, excepto algún que otro bárbaro. Pero su aplicación, cuando beneficia a organizaciones con grandes recursos, merece una reflexión crítica. A veces, la justicia no coincide con la letra de la norma.
Se trata de replantear no las excepciones y límites a los derechos de autor, sino los mecanismos de compensación. La solidaridad implica compartir, no que nos quieten de comer para llenar la mesa de quienes ya la tienen bien servida.