He salido esta noche algo después de las diez y el otoño había llegado de golpe. De andar en pantalones pesqueros y chanclas, me he encontrado que con una camiseta y sobrecamisa sentía frío. Pero era más que eso; había llovido, las calles estaban mojadas y casi desiertas: pasaban pocos coches y no había prácticamente nadie por las aceras. Se acabó el verano con terrazas hasta tarde y gente paseando. El cielo era oscuro, lleno de nubes blancas que pasaban a gran velocidad, empujadas por el viento.

            El año pasado, por estas mismas fechas, hacía calor sin embargo. Un calor pesado y sofocante, no podría olvidarlo. Eran los últimos coletazos del verano; coletazos como lo de las tarascas.

            Todas estas variaciones se deben a que, en el fondo, no estamos en otoño. No. Estamos en la quinta estación: el estío. Astronómicamente hay cuatro estaciones, pero en realidad hay cinco, y el estío es esa que se encuentra a caballo entre el verano y el otoño, y que comprende desde los famosos veranillos hasta estas lenguas de clima casi invernal que se cuelan de repente. Es el tiempo en que las hojas empieza a amarillear y el azul del cielo cambia de tono. Es la estación más hermosa del año –a mi juicio, claro-. La de la decadencia de las cosas, la del principio del fin y, por tanto, la que hace intuir un nuevo comienzo. La de los recuerdos, la de la resignación y las añoranzas. La del eterno retorno.