Anoche llegué a casa bien pasadas las once. Después de días de mucho ajetreo, de ir y venir, y de quedar con unos y con otros, pude hacer por fin algo sencillo. Cenar un bocado, de entre lo poco que tengo en la nevera. Luego sentarme en el sillón y poner la tele, y elegir de entre todo lo que daban la película más tonta y con más tiros. Por último, meterme en la cama y leer hasta sentir que el sueño me puede, entonces apartar el libro, apagar la luz y dormir sin poner el despertador.

            Hay quien puede pensar que es algo muy limitado; sin duda lo es. Y debe ser alienante hacerlo un día tras otro, siete días a la semana. Pero eso no es algo que me ocurre a mí. Al revés, poder hacerlo aunque sea muy de vez en cuando; hacer cosas que hace la gente normalmente, se ha convertido en una especie de placer extraño. Y es que lo pequeño y banal no tiene por qué ser malo, sino todo lo contrario.

            En pequeñas dosis, claro.