Entre finales del siglo XIX y principios del XX, nuestro planeta se volvió de repente mucho más pequeño. Los Estados Unidos cerraron oficialmente su frontera, dando por acabada una expansión de tres siglos, y los exploradores europeos llegaban al corazón de África y los Polos. Desaparecían las últimas zonas en blanco de los mapas y, pocos años antes, los rusos habían conquistado toda el Asia Central, incluidos los últimos principados gengiskánidas, solventando así a cañonazos la milenaria pugna entre civilización y nómadas.
Casi de golpe, formas enteras de escribir quedaron girando en el aire. Literaturas inmemoriales, desde las historias de exploradores a la narración de frontera, pierden de golpe su razón de ser. Ya no hay frontera ni tierras ignotas. Esta forma de hacer literatura subsiste en parte en géneros como la aventura exótica o la marítima, y se refugia en supuestos lugares inexplorados, en las partes más remotas del globo, como si fuese una última llama de se va apagando de década en década. Tarzán es un buen ejemplo de esto último.
Pero las narraciones de frontera parecían resistirse a morir, y más de inanición. Son tan antiguas como el hombre y no por casualidad, ya que tocan fibras muy profundas; por tanto, en vez de extinguirse, mutaron. Si ya no existían las viejas fronteras, tuvieron que buscarse otras nuevas y la literatura popular de principios del XX encontró no una sino dos: una interior y otra exterior. La frontera interior no está ya en las estepas o las selvas, sino en barrios y ambientes turbios, donde la ley y la falta de la misma se encuentran y en la que los protagonistas quedan librados a sus propios recursos para sobrevivir. El nombre de la literatura que se aventuró en estos territorios es novela negra.
La frontera exterior se sitúa ahí fuera, en el espacio, y es la ciencia ficción la que la explora sobre el papel.
Viendo aquellos relatos ya tan antiguos es fácil burlarse de sus autores, y de esas historias de naves espaciales construidas en el patio trasero de casa, de esos viajes por un sistema solar o una galaxia poblada de vida exótica, monstruos y villanos malignos. Pero quizás es a nosotros a los que nos falla un poco la perspectiva.
Un occidental nacido alrededor de 1890 creció entre carros de caballos y caminos de herradura, y vio a los segundos convertirse en carreteras que se llenaban poco a poco de automóviles; vio pasar sobre su cabeza a los primeros aeroplanos y a dirigibles enormes, pudo participar en la I Guerra Mundial, con sus ejércitos masivos y sus monstruosos artefactos de matar. Si sobrevivió a esa guerra y otras posteriores, conoció la llegada de la penicilina y maduró en esa eclosión de tecnología que fue el siglo XX. Probablemente murió anciano durante el alba de la última revolución tecnológica, la informática, habiendo visto cómo el mundo cambiaba por completo.
Ese supuesto occidental había visto cómo algunos audaces se construían coches y aviones en un solar, y bien podía suponer que el progreso iba a seguir imparable, como lo fue durante décadas. Para la gente de aquella época, era una certeza que los siguientes pasos de la expansión europea o estadounidense estaban primero en los planetas del sistema solar y luego en las estrellas.
Otra cosa es que la calidad media de los relatos de aventuras espaciales fuese ínfima, como señalaban muchos contemporáneos, muchos de los cuales dudaban de que el género fuera nunca a salir del albañal. En EEUU, los argumentos folletinescos y los personajes de cartón le valieron el apodo desdeñoso de space opera, tomado de los seriales radiofónicos de la época, patrocinados por marcas de jabón (soap en inglés) y que eran por ese motivo llamados soap operas. Así que la traducción más ajustada del término quizá fuese culebrón espacial.
Los años pasaron, los avatares políticos separaron la ciencia ficción europea, rusa y estadounidense. En este último país creció, perdió en ingenuidad y ganó algo en estilo, sin merma de fuerza imaginativa. La era pulp quedaba atrás para dar paso a la Edad de Oro o era Campbell. La space opera se adaptó a los tiempos y se hizo más fuerte. Muchos de los títulos verdaderamente grandes proceden de esa época y, de hecho, muchas de las novelas de entonces, sin ser space operas, tienen como telón de fondo un sistema solar colonizado por humanos.
Comenzaba la carrera espacial y todos daban por seguro que el hombre iba a abandonar su planeta en breve. La space opera es menos naif y más llena de especulaciones científicas y técnicas. Es también la gran época de las historias de invasiones extraterrestres, propiciadas en parte por la Guerra Fría y la caza de brujas macartista que arrasó Estados Unidos en los 50. El sueño de la expansión espacial se mezcla en esa época con la pesadilla de ser a la vez el invadido desde ese mismo espacio exterior, inmenso y desconocido.
Sin embargo, aunque el hombre logra llegar a la Luna, el viaje espacial pierde fuste a lo largo de la década de los 70 y con él se desinfla poco a poco la space opera. En la cf irrumpe la nueva ola (new thing) y algunos popes proclaman muertas y enterradas a las viejas formas de hacer ciencia ficción. La space opera habría de sobrevivirles a ellos y al fin de la carrera espacial, y rebrotar con fuerza incontenible al final de esa misma década, ahora en el cine, gracias a sus enormes posibilidades escénicas.
Yo debía tener seis o siete años cuando el Hombre llegó a la Luna y fui de los que aquella madrugada –porque aquí, en España, fue a altas horas de la noche- se quedaron despiertos para ver cómo los astronautas pisaban el polvo lunar. Pertenezco a esa última hornada de gente que sabía –sabía positivamente, en el tuétano, cosa que es distinta de creer o suponer– que el Hombre iba a volar entre las estrellas a no mucho tardar y que la colonización del espacio estaba a apenas un paso.
Puede que mi afición a la ciencia ficción no proceda de lecturas o películas, sino de la época en que era un niño y todos sabíamos que estábamos a punto de salir al espacio en serio. ¿Quién sabe? Por aquella época mi tío materno, que trabajaba para la NASA en España, me llevó a ver los gigantescos radares de la estación de seguimiento, en Robledo de Chavela. Eran inmensos, puedo jurarlo, tanto a ojos de un niño como a los de un adulto, y ahora al escribir esto lo he recordado.
Me tocó por tanto crecer mientras el sueño espacial alcanzaba su cenit, para después caer poco a poco. La gente fue olvidando la idea de que estábamos a punto de navegar entre los planetas, de la misma forma que pocos años después olvidó, con igual soltura, que durante décadas el planeta había vivido a la sombra del exterminio nuclear, algo que también dejó no pocas huellas en la cf de la época.
La space opera sobrevivió al final de nuestras aspiraciones espaciales, sí. Es un género muy difícil de matar, como cualquier literatura de fronteras y después de todo, aunque no podamos alcanzarla de momento, la frontera espacial está ahí fuera esperándonos, inmensa y misteriosa, tan atractiva como temible. Pero ya no puede ser como la de antes. Hace ya casi un siglo, el espacio era remoto y alcanzable a la vez, tal como las Américas para los europeos del XVI, que ambientaron no pocas novelas fantasiosas en esas tierras, a las que poblaron de amazonas, hipogrifos y dragones, ya que fueron a las novelas de caballería, aniquiladas por los nuevos tiempos, lo que la ciencia ficción a la vieja literatura de fronteras y exploración del XIX.
La space opera de nuestros días –es decir, la de los últimos 25 años–, no puede ser ya el espejo fantasioso de una aspiración humana y sí homenaje, nostalgia y hasta pastiche. Incluso se ha mestizado a su vez con otros géneros en crisis. Baste como ejemplo lo que señalaba con inteligencia Rafael Llopis en su Historia natural del cuento de terror, al decir que el horror moderno había encontrado un buen refugio en la space opera más sofisticada.
La idea de un espacio estelar repleto de sistemas habitados por toda clase de vida, con naves espaciales, razas, mundos, imperios en colisión, es un escenario tan amplio y poderoso que no tenía más remedio que sobrevivir. En De la Atlántida a El Dorado, L. S. de Camp y Willy Ley comentan que son tres tipos de hombre que pueden fantasear delante de sus semejantes: el guerrero, el mago o sacerdote, y el viajero. Y que de los tres, sólo el viajero es libre totalmente de urdir historias… y el que no le crea, no tiene más que ir hasta donde el otro fue a comprobarlo.
Todo el mundo puede dejar volar su imaginación al escribir sobre algo situado más allá de nuestro alcance, y en ese aspecto la space opera es inigualable. Por eso ha sobrevivido al final de la realidad que la creó y por eso sigue fascinando a gente tan diversa. No está nada mal para un género que nació de las plumas de folletinistas americanos, bolcheviques utópicos y especuladores científicos. Pero al final ha ido enterrando a sucesivos detractores, individuales y colectivos, y es de suponer que así seguirá siendo.
Después de todo, el espacio sigue ahí, a sólo unos kilómetros por encima de nuestras cabezas y, sin embargo, tan inaccesible para nosotros como la alta mar para un pueblo de primitivos que sólo saben fabricar almadías. Es difícil imaginar una frontera más grande, no hay mayores prodigios que lo que se puede encontrar allí, ni peores peligros que los que pueden venir de sus profundidades. Y, mientras no cambien las cosas, al menos podremos recorrerlos con la imaginación y sobre el papel.