Regresaba yo ayer a casa y, no por primera vez, me encontré con libros en la calle. Al menos esta vez no estaban tirados por el suelo, como me ocurrió hace unos meses con toda la edición de La guerra del Peloponeso, en edición de Gredos y, para más inri, con los libros todos con el retractilado. No. En esta ocasión, al menos, alguien había dejado una caja llena de libros al lado de los contenedores de basura. Y ese último detalle no es sino porque tales espacios se han convertido en puntos de intercambio. La gente deja cosas junto o cerca de los cubos de basura —muebles sobre todo— y, si alguien pasa y le parece útil o bonito, se los lleva. Así de fácil, que no hay que ser tan pijos.

Bueno. El caso es que me puse a rebuscar en la caja y me llevé unos cuantos libros, que son los que se muestran en la foto. Y, mientras subía con ellos bajo el brazo, me dio por pensar en algo:

Imagina, León, que un día de estos, vas caminando y te encuentras, ahí abandonados, varios libros, como te ha pasado muchas veces. Pero, en esa ocasión, uno de esos libros es uno de tus títulos.

Imaginaos. Vaya shock sería. Y podría ocurrir. Que alguien en alguna mudanza, o limpia, considerase que uno de tus libros no merece la pena de conservarse. Pensaba yo qué bajón. Suerte que uno es escritor y tiene mecanismos de defensas. Porque de ahí, no tardé en saltar a preguntarme si ese no sería un buen comienzo de relato. El que un escritor, deambulando por las calles, encuentra entre libros abandonados uno suyo. Ya saben: los escritores lo reciclamos todos. Eso decía John Banville, que en medio de una bronca con su esposa, se paró y le dijo:

—Oye, ¿puedo usar eso en una novela?

—¿El qué? —Repuso ella sorprendida.

—Eso que me acabas de decir. ¿Puedo usarlo en una novela?

—¡Pero tú eres un monstruo!

—No. Soy escritor. Lo uso todo.

Algo así fue la conversación, creo. El espíritu, en todo caso, es eso. Y con pensar que daba para un cuento ya me salí de ese pensamiento negro. Pero, al rato acabé por volver a lo mismo, esta vez con una reflexión bien distinta, fase final del procesado de esa idea.

Porque se me ocurrió que, si tuviese que encontrar un libro mío, en caja abandonado, o incluso tirado en la acera, creo que sería un gran orgullo descubrirme así caído entre Virgilio, Sabato o Plutarco.