Ayer, una amiga te envió unos párrafos escritos por cierta persona; esa misma, la que está en tu pasado y, sin embargo, sigue tan presente. Al leer esas líneas, en las que también se te menciona, te dio por pensar en lo mucho que esa persona tenía de gato.

            Como los gatos, apareció una noche en los tejados de tu vida, curiosa, con algo de recelo e incluso un punto de desdén. A la manera de los gatos, en cuanto cogió confianza, se coló sin dudarlo por la ventana, se hizo el amo del lugar, encontró sus lugares favoritos en ti donde acurrucarse y tampoco te libraste de alguna trastada. Acabó por hacerse parte de tu vida y a su vez, en cierta forma, te convirtió en su casa. Casa a la manera de los gatos, a la que acudir sin horarios ni preguntas; si asomas bien, y si no lo haces, ya asomarás, unas veces ronroneando y otras a lamer heridas. A cambio, te aceptaba tal como eras, con tus cosas, tal como hacen los gatos.

            Era un ir y venir, un ciclo propio de existencia, al compás de mareas producto de lunas privadas. Hasta que toco separarse, aunque no era ese el deseo de ninguno de los dos. Pero ocurre que ella, como los gatos, era andorrera, y todo el mundo sabe que en el camino de los gatos puede cruzarse en cualquier momento un estúpido coche.

            Y ahí se quedó la ventana, abierta, sin nadie aparezca ya en ella a horas intempestivas y sin dar explicaciones, a la manera de los gatos. Y así fue como la casa se enfrió, expuesta a los vientos; pero, sobre todo, lo que se quedó fue mucho más vacía.