Hablaba el otro día de sonidos evocadores, que le llevaban a uno a otra época. Caso bien distinto son ciertos ruidos, que siempre parecen haber estado, y parece que perdurarán con el paso del tiempo. El estruendo del camión de basura, cuando acude haciendo rodar el tambor, demasiado pronto por la mañana, y los golpazos de contenedores que le acompañan, junto con las conversaciones a voz en cuello, a veces, de los basureros. Las voces de madrugada de los borrachos y las risotadas histéricas de los que salen tarde del irlandés que hay al otro lado del descampado. Los ladridos de malditos perros y los gritos de no sus no menos malditos años. Los dominicanos que te aparcan casi bajo la ventana, a las cinco de la madrugada, con las puertas del coche de par en par y la música salsa sonando a todo volumen, que te despiertan. Y a mí, encima, no me gusta la música salsa…

            Dicen que no siempre llueve a gusto de todos. Añado que no siempre «no llueve» a gusto de todos. Porque todos esos que he mencionado comparten una característica. Comenten sus fechorías decibélicas bien entrada la noche, y le sacan a uno del sueño, o de los sueños. Así que lástima que, en pleno desmán sonoro, no descargue una buena granizada –o mejor pedrisco, que es granizo pero más gordo- y les alcance en plena cabeza y en el descampado, donde no hay donde resguardarse. No pido que les cause daños serios, desde luego. Sólo que les descalabre, como escarmiento. Aunque dudo que así aprendan. Los burros aprenden a palos, dicen. Algunos humanos ni con esas.