Cada uno celebra estas fiestas como sabe, quiere y puede. Y a mí me gustaría despedir el año con un pequeño relato (no un cuento, sino contarles algo que me ocurrió el otro día) y desearles una buena entrada de Año Nuevo.

            Verán. El origen directo de nuestra Navidad está en las orgiásticas Saturnalias romanas. El fin de año puede que también esté relacionado con ellas y, en todo caso, el por qué termina a estas alturas del ciclo solar, se debe a la guerra de Numancia (otro día si quieren hablaremos de ello). El caso es que todos estos festejos están bien distantes de ser las fiestas familiares y recogidas que algunos claman que eran.

            Existe el mito de lo milagroso de estos días. Se supone que en esta época ocurren portentos de bolsillo. Algunos le llaman espíritu de Navidad y, de alguna forma, ha echado raíces en el ánimo de las gentes (como lo ha hecho en muchos cierta pena o melancolía. Al socaire de estos días, de rebote, se recuerdan épocas mejores y a los que ya se han ido y con los que compartimos momentos felices).

            Es un mito popular, sólo eso, supongo. Digamos que los pequeños prodigios ocurren en todas las fechas, solo que ahora hay cierta tendencia a reparar más en ellos. Desde la lotería que le toca al desahuciado a las salvaciones milagrosas. Aunque puede que, a fuerza de medio creer tantos en ella, cuaje una atmósfera con un punto mágico. Y de ahí vamos a saltar a ese pequeño relato que quiero contarles para despedir el año. No son más que unas líneas.

            El otro día volvía a casa muy tarde, sobre las seis de la madrugada. Hay, cerca de mi casa, una churrería móvil; uno de esos contenedores que se instalan en estos meses. El caso es que al pasar, vi la puerta abierta. Yo tenía algo de prisa y, la verdad, pensé que los churreros ya estaban trasteando, con la trampilla cerrada, preparando la jornada.

            Pero, al día siguiente, volví a pasar cerca del mediodía. Reparé entonces en que la puerta seguía abierta, más o menos en el mismo ángulo. Supongo que los churreros la habían cerrado mal y ese día, encima, no abrieron hasta la tarde, así que eso estuvo abierto toda una noche y una mañana.

            Me acerqué con cautela, a echar un vistazo, suponiendo que les habrían robado todo. Pero no. Ahí estaban intactos los aparatos, el azúcar, la materia prima para la masa, los bricks de chocolate… Mi barrio no es conflictivo; pero tener un establecimiento abierto una noche entera y que no te roben es tener suerte.

            Suerte o que el espíritu, o el númen, o la magia atmosférica colectiva echó una manita a esos churreros despistados. Eso sin duda.