Dicen que, si pesamos a un ser humano antes y después de su muerte, encontramos con que en todos los casos pierde 21 gramos. Justo 21 gramos. Siempre, en todos los casos. Hay quienes opinan que ese es el peso del alma, el soplo vital o como queramos llamarlo. El peso de ese algo que nos anima, que hace de nosotros algo más que una suma de componentes químicos.

De ser cierta esa teoría, bien poco sería la proporción. En un varón de unos 80 kg, la porción de alma sería menos del 0,003 % del peso total. Poquito. Y sin embargo –siempre de ser cierto que eso fuese el alma o algo parecido-, sin esa fracción vital, no somos nada.

¿Y cuánto pesa el derecho al voto? Aún menos. Si le pesan a usted, a mí o a ese señor de la esquina, antes y después de votar, resulta que el peso no varía. El derecho al voto no pesa nada. Nada de nada.

Y, no obstante, cuando millones de ciudadanos ejercen su derecho al voto, los centros de gravedad de un estado varían de forma drástica. Y lo hacen para siempre. Cambia el curso de la historia, en una dirección u otra.

Tal vez sólo 21 gramos convierten a una masa de carbohidratos y proteínas en ser humano. Y la suma de votos que no pesan nada determina el rumbo de una nación. Es más. Ese intangible sin peso es lo que diferencia a un ciudadano de un súbdito. Un simple derecho que no puede cuantificarse en una báscula.

Qué cosas, ¿verdad? No pesará, pero ha de administrarse con cuidado. Y no solemos hacerlo. Ni siquiera lo valoramos. Y no es justo. Durante los siglos XIX y XX, millones de nuestros compatriotas las pasaron canutas y, en muchos casos, sufrieron exilio o incluso malas muertes para legarnos eso que, demasiado a menudo, desdeñamos.

Un solo voto no tiene peso. Todos sumados tienen un peso y un alcance infinitos. Por eso, por lo que significa, y porque es algo que hasta el más pobre de nosotros puede esperar legar al futuro, conviene manejarlo con atención. Hemos de votar en conciencia, según lo que nos dicten nuestras ideas y sentido común. Incluso no votar es una forma de votar, siempre que se haga con conocimiento de causa y no por simple vagancia. Hemos de respetar también el voto ajeno, aunque nos repatee.

El derecho al voto no pesará nada pero su alcance es tremendo. Lo hemos recibido –aún quedan vivos algunos que lucharon para que todos lo tuviéramos- y podemos y debemos trasmitirlo a futuras generaciones. Hemos de cuidarlo con tanto mimo como a la atmósfera o a los bosques. Si no por nosotros, por los que lo ganaron para todos y por los que vendrán después de nosotros. Es el patrimonio común.