Hace algo más de una semana, camino de Barcelona, asomado a la ventanilla del tren, tuve ocasión de ver un espectáculo de nubes. Fue en alguna parte entre Guadalajara y Zaragoza. El tiempo estaba revuelto. En lo alto había cirros, moviéndose en una dirección, y, más abajo, cúmulos blancos desplazándose en diagonal respecto a ellos, sin duda gracias a distintos vientos en altura. Como el tren iba en una tercera dirección, el espectáculo era tan bello como desconcertante.

            Volví a presenciar el mismo espectáculo en la misma zona, tres días después, a la vuelta. También muy cerca de allí, recuerdo que pasamos por una zona de cerros, llena de bosques y algún pueblo agarrado a las laderas abruptas, y que las nubes eran tan bajas que corrían por las cimas, cayendo como cascadas de niebla.

            Siempre me han gustado las nubes. De pequeño, cuando no me sobraban los amigos, ni los echaba en falta, iba a una cuesta cercana a mi casa. Allí podía pasarme largos ratos observando las nubes y atribuyéndoles características según sus formas. Cuando más me gustaba era al crepúsculo, con las últimas luces. Entonces sí era fácil ver ahí arriba enormes dragones blancos, teñidos de rojo.

            Después fui perdiendo la costumbre. Según uno crece, deja de mirar al cielo. Puede que sea porque nos volvemos prosaicos, o tal vez porque los niños, como son pequeños, siempre tienen que mirar hacia arriba. Después, al crecer, eso deja de ser necesario. Ya no busco nubes. Pero de vez en cuando, por casualidad, vuelvo a encontrarme espectáculos como el que os he contado.