Esta historia ocurrió en uno de los barcos en los que estuve, palabra.

Comenzó una mañana, navegando frente a la costa de África del norte, en la cámara de oficiales, a la hora de la comida. El jefe de máquinas apareció tarde, como era su costumbre, vestido con el mono, tan sucio como también de costumbre, algo que el capitán le permitía, no porque fuese especialmente bueno en su oficio o entrañable, sino porque llevaban los dos mucho tiempo navegando juntos. Según se sentó, a partir el pan con sus manazas llenas de grasa, el primer oficial, que debía tener mala resaca, le espetó sin más.

-Oye, para qué diablos necesita el mecánico esos dos bidones de la popa, los de las válvulas. –Se refería a dos bidones de aceite, vacíos y privados de tapa, en el que los mecánicos de abordo iban echando las válvulas de la máquina viejas y ya inservible, simplemente, supongo, por seguir esa costumbre de los barcos, de guardar todo lo inútil.

-Que yo sepa, para nada –respondió aquel cochino, con el hocico ya metido en el plato.

-Entonces, –Y el primer oficial se volvió al capitán-, hay que decirles a los reparadores que los tiren al mar. Lo único que hacen es estorbar.

Y el capitán, que prefería no buscarse problemas, no le contradijo y, de hecho, se fue a buscar al jefe de los reparadores. Estos eran casi una veintena de currantes, embarcados para todo el viaje, para hacer chapuzas en aquel petrolero, que era más viejo que la tana y debiera estar pensando en el desguace. Le dijo:

-Mande unos hombres a popa, y me tira los bidones que hay ahí. Que molestan.

No mucho después, un servidor, que entraba de guardia, mientras dábamos el relevo, tuvo la ocurrencia de salir al alerón. Me apoyé, a respirar un poco de aire marino, porque era un día agradable y, al volver los ojos a popa, vi atónito como una marabunta de reparadores, con sus buzos mugrientos, estaban tirando bidones como desesperados al mar.

Resulta que a popa, además de los dos bidones, que estaban amarrados a la borda, había 50 bidones de aceite de reserva, para la máquina, de 250 litros cada uno, estos amarrados a la toldilla. ¿Qué pasó? Que los reparadores, ignorando los dos bidones llenos de hierro inservible, estaban desamarrando los bidones de aceite y fondeándolos (lanzándolos al mar).

Entré a toda prisa en el puente. Ahí estaba el segundo oficial, repasando sus anotaciones. Le dije.

-¡Los reparadores están fondeando los bidones de popa!

Y el segundo oficial, que había estado presente en esa comida, pensando que yo me refería a los dos de las válvulas rotas, sin levantar la nariz del cuaderno de bitácora, respondió de pasada.

-Sí. Se lo ha mandado el capitán.

Yo me quedé boquiabierto. Pero bueno, había visto cosas muy raras en aquel barco tartanoso y desquiciado. Así que, tras unos segundos musité.

-Bueno, si lo manda el capitán… él sabrá lo que hace.

Y me desentendí del asunto para enfrascarme en la guardia. Así, unos por otros, por problemas de comunicación, por creer que nos habíamos entendido, se fueron al mar 1250 litros de aceite para la máquina. Una fortuna. 50 bidones enormes flotando. Un peligro para la navegación. Y un delito según las leyes. El jaleo que se armó cuando se descubrió el pastel fue bueno, y hubo apuros y gritos durante semanas.

Pero eso ya es otra historia.