Hace mucho, mucho tiempo, leí un cuento de ciencia-ficción del doctor Álvarez Villar que contaba más o menos lo que sigue.

 

            Allá por el siglo XVI, cayó en el Atlántico una nave extraterrestre averiada. Acertó a pasar por las inmediaciones un galeón español y sus tripulantes, confundiendo la astronave con algún buque de herejes ingleses, lo abordó. Como la nave iba protegida por un campo de fuerza, todos los tripulantes del galeón perecieron en una gran deflagración, excepto dos: un cura y un hidalgo.

            Los extraterrestres se llevaron a aquel par de bárbaros primitivos a su planeta y, una vez en él, les mostraron las maravillas de su raza: las fábricas, las investigaciones científicas, los avances. Sin embargo, eso ni inmutó a los visitantes, para asombro de la raza estelar. Tratados como huéspedes, se dedicaron a recorrer el planeta sin cambiar de color ante las maravillas que se les mostraban. Al contrario, el hidalgo empleaba su tiempo en tocar la vihuela, componer poemas y requebrar a las damas, en tanto que el cura no pensaba sino en disquisiciones filosóficas.

            Al cabo del cuento, los extraterrestres se veían obligados a deportar a aquellos dos, viendo que su juventud se corrompía ante su influjo. Que abandonaban los estudios, las investigaciones y el trabajo para dedicarse a las artes y a la polémica.

 

            Cuando lo leí, con cerca de 20 años de edad, pensé: buena metáfora de cómo nos va de pena a los españoles, siempre ganduleando y perdiendo el tiempo mientras otros se dedican a cosas útiles y progresan.

            Lo gracioso del caso –lo curioso de las bromas que gasta la memoria- es que ahora, cuarto de siglo después, se me ocurre lo contrario. Que lo tonto es deslomarse en exceso, amasar y acumular para nada (o más bien para otros, en el fondo). Que los listos en el fondo eran el cura y el hidalgo. Que ellos sí que sabían vivir la vida.