En las Navidades de hace unos pocos años, enterramos a mi abuelo paterno. Era el último que me quedaba y, como había nacido en 1903 y llegó a los 98 años, alcanzó a ver este siglo. El día que murió era de invierno de verdad, caía una nevada tremenda sobre Madrid y tuvimos la fortuna de que mi amigo Javier pudiese acercarse a casa de mis padres, entre la nieve y el hielo, a firmar el certificado de defunción.

            Para el entierro, el temporal había amainado, pero había dejado nieve por todos lados y grandes placas de hielo. Fue en la Almudena, partiendo de esa iglesia modernista tan extraña que hay en el cementerio, hasta llegar a los nichos. Porque mi abuelo tenía allí su nicho esperándole desde hacía décadas, pagado religiosamente en cuotas mensuales, como hacía la clase trabajadora en este país antaño.

            Allí también está el nicho de mi abuela, su esposa, que se fue unos treinta años antes que él. Y mientras los operarios ponían la lápida provisional, con cuatro pegotes de cemento, me fijé en algunos de los nichos. Allí también están enterradas dos personas –hombre y mujer- de nombres y apellidos que suenan a oriental, aunque no podría precisar de dónde, muertos también hace mucho. Y, aún más abajo, una mujer a la que a su nombre añaden Marquesa de… (los puntos suspensivos es porque no recuerdo bien el título y no me gustaría errar).

            ¿Qué mareas de la vida llevaron a esos dos orientales hasta Madrid, para acabar aquí sus días? ¿Qué hizo que alguien con el título de Marquesa fuese enterrada en nichos para obreros de los de antes? Misterios. Los cementerios, si uno los recorre y va fijándose en los detalles, le traen a uno muchas preguntas, muchas posibilidades de historias y son a veces el último testimonio de aventuras y peripecias vitales ya olvidadas por todos, con el tránsito de los muertos.