Dicen que una buena novela no debiera nunca comenzar por el principio de la historia ni acabar en su final. Suscribo esa regla del oficio, que es muy sabia y muy eficaz. Pero esto que escribo aquí no es una novela. Así que en este caso sí que comenzaré por su principio, porque lo tiene.

Ese principio está en el día en que busqué durante horas un libro entre muchos guardados en cajas. Esas cajas están (estaban) en el garaje de la casa de mis padres. Y ese día, al abrir una de tales cajas, descubrí disgusto que algunos volúmenes se estaban deteriorando por culpa de la humedad y los insectos. Ejemplares de tal vez cuarenta años de antigüedad que ya estaban sobados cuando los compré en su día de segunda mano.

Bibloteca volanteEn esas cajas guardaba yo buena parte de mi colección de ciencia-ficción, fantasía y terror. Fui empedernido lector de esos géneros durante décadas y acumulé un gran número de libros. Y ya saben cómo es la vida. A lo largo de los años uno vive mudanzas y se desprende de parte de su pasado, y otra parte la mete en cajas.

Durante tal vez una década, fui regalando un buen montón de libros de género fantástico, pero aun así me quedaba una colección notable. Libros difíciles de encontrar, revistas y fancines, algunos muy antiguos y de los que solo se publicaron unas decenas de ejemplares. Y no iba a dejar que todo eso se siguieran deteriorando así.

No soy bibliómano avariento -¿Cómo lo llamarían ahora? Supongo que bookaholic-. Por tanto, si no podía darles sitio en mi casa, si no iba a leer muchos de ellos nunca más de nuevo, lo lógico era donarlos. E inocente de mí, me puse manos a la obra seguro de que la cantidad de volúmenes y la rareza de bastantes ejemplares despertaría de inmediato el interés de las administraciones públicas competentes.

Claro está que me equivocaba. Hablé en su día con un responsable de bibliotecas de la Comunidad de Madrid. Se mostró entusiasmado, le pareció una gran idea crear una biblioteca de ciencia-ficción y fantasía en España. Se despidió efusivamente. Y nunca más me volvió a coger el teléfono. Durante cinco años lo estuve intentando en varias comunidades autónomas, a través de contactos casi siempre, que es como se hacen las cosas en España. También en varias poblaciones. Siempre sin éxito. Aunque he de aclarar que hubo lugares pequeños que sí se interesaron de verdad, pero por A o por B les era imposible hacerse cargo de la biblioteca.

Y así cinco años.

Hace un par de meses volví por última vez a la carga. Un concejal de una formación de nuevo cuño, en un pueblo de la sierra madrileña, hizo la gestión. Lo intentó pero no pudo ser porque los libros no cabían en la biblioteca local. También se interesaron unos vocales vecinos de esa misma formación en uno de los distritos de Madrid Capital. Por desgracia, el grupo municipal de esa formación pasó del asunto como de comer alfalfa. Será que es más interesante recriminar a la alcaldía por abrir bibliotecas sin libros que mover el trasero para procurar esos libros.

Pero no nos alarguemos. Quiso el azar que en esos días estuviese de paso por Madrid un profesor de hispánicas de una universidad de Utah, especialista y enamorado de la ciencia-ficción. Tramamos contacto hace unos años, cuando se interesó por uno de los relatos que incluí en mi antología Besos de alacrán. Mientras tomábamos un café, no sé por qué salió la cuestión y yo, claro –la cabra tira al monte- me explayé a gusto sobre la burrez de nuestros cargos electos y designados. Él me escuchó, perplejo ante la desidia de los administradores públicos españoles.

Luego me preguntó si estaría dispuesto a enviar todos esos volúmenes a Utah, a su universidad. Aquello me descolocó de entrada, lo admito. Luego me lo pensé unos segundos. Y después dije que sí.

BibliotecaPor supuesto que sí. Verán: yo no soy nacionalista. Yo soy ciudadano de la galaxia y las unidades espacio-temporales de menor envergadura –sistema solar, planeta, continente, país, región, ciudad, barrio- son solo patrias chicas por las que siento mayor o menor afecto. Y entre que mi biblioteca estuviese cuidada y valorada en los Estados Unidos (o en Noruega, o en Sumatra) o que se quedase pudriéndose en un garaje de Madrid, por culpa de que nuestra clase política no se interesa en el fondo por nada que no le sirva para ganar o mantener poltronas, la elección estaba clara. A Utah.

Y ahí está ya, amigos míos. Según mis cuentas a bulto, más de ochocientos libros y más de 200 revistas y fancines. Entre todos ellos, ejemplares como la primera edición en español del Señor de los Anillos, una edición de los años 20 de la Atlántida, de Pierre Benoit, la colección completa de quiosco de Orbis, fancines del tipo Fan de Fantasía, Maravillas o el Combocine que se publicó solo para los asistentes (ciento y poco) a la Hispacón de 1977…

Es curioso pero, mientras llenaba la última caja, entre los volúmenes postreros estaban novelas de Jack Vance y de Iain Bank. Dos autores de cf que han muerto hace unos días. Yo guardaba sus libros para enviarlos al otro hemisferio y ellos partían hacia mundos muy lejanos. Pueden apreciar el detalle en la foto. Curioso, ¿verdad?

Reconozco, mientras guardaba todo eso y mucho más en cajas, que sentí cierta congoja. Sabía que se iban hacia un destino mejor, por supuesto. Pero a mi manera, sentí con mis libros y revistas algo parecido a lo que deben sentir algunos padres en estos días al ayudar a sus hijos a hacer la maleta para irse a Argentina, Noruega o Alemania. Que se van hacia un futuro en el extranjero que en su propia patria le niegan.

Pero ya pasó. Los libros están a salvo en los Estados Unidos y están siendo clasificados para darles el lugar que se merecen. En estanterías de una biblioteca, a disposición del público y los estudiosos. Que no es más que el lugar al que tienen derecho, el que corresponde a los libros.